jueves, 25 de agosto de 2011

La Seductora Mentira de la Decisión






Ficción, belleza y amor.
Facedme, buen rey, justicia.
¡No me la queráis negar!
Rey que no face justicia,
non debiera reinar,
ni cabalgar en caballo,
ni con reina folgar,
no comer pan a manteles,
ni menos, armas tomar.
La desesperada Jimena Gómez / Romancero del Cid

A primera vista, la voz decisión inspira la idea del control sobre sí. Describe el instante mágico de quien, desde lo más sabroso del tiempo presente, hace un quiebre con la realidad; secciona, genera el pasado y, con ello, el futuro. Administra tiempos. Por eso es específicamente humano (perteneciente al ámbito de lo volitivo). Inconscientemente, las decisiones se vuelven las riendas que tenemos para encauzar el fatal caos de lo que consideramos desordenado. Y en el Derecho, la mayor cuna de este tipo de ejercicios, son las decisiones –en especial las decisiones sobre las decisiones- lo que separa lo justificado de lo derechamente ilícito, lo jurídico de lo anti-jurídico.
Resulta más o menos necesario entonces, según uno se avoque al estudio, análisis, preparación o toma de decisiones –y a esto último, nos avocamos todos diariamente-, revelar el gran secreto que encierra. En este trabajo nos esforzaremos en explicar cómo las decisiones, en cuanto despliegue de la voluntad (voluntad in praxis), no son más que obras de ficción. Y como tal, están sujetas a una valoración estética, ejercicio que finalmente atañe su relativa adecuación con el Amor. Para ello, haremos uso de la agudeza de Friedrich Nietzsche quien, desde su particular visión crítica, es el principal impulsor de los estudios y teorías de la voluntad.
Si bien desde sus primeros escritos la voluntad ya es una de las temáticas principales de su obra, -en la forma de voluntad de artista, una transgresión del concepto “voluntad” de Schopenhauer[1]-, es en su etapa de madurez cuando se preocupa de develar el secreto que encarna de un modo más original. En Más Allá del Bien y del Mal, el filósofo alemán describe la complejidad estructural de la voluntad, caracterizándola como una pluralidad de sentimientos, un pensar y, sobre todo, un estado afectivo psicológico. Un afecto de superioridad con respecto de aquél que tiene que obedecer, consistente en una tensión de la atención, la interna certidumbre de que se nos obedecerá, y todo lo que forma parte del estado propio del que manda. De la mano de este afecto - "asombrosamente" según el autor-, la voluntad está determinada por el hábito de los hombres para pasar por alto, olvidar engañosamente, una característica de su esencia: su dualidad inherente.

Un hombre que realiza una volición –es alguien que da una orden a algo que hay en él, lo cual obedece, o él cree que obedece. Pero obsérvese ahora lo más asombroso de la voluntad –esa cosa tan compleja para designar la cual no tiene el pueblo más que una única palabra: en la medida en que, en un caso dado, nosotros somos a la vez los que mandan y los que obedecen, y, además, conocemos, en cuanto somos los que obedecen, los sentimientos de coaccionar, urgir, oprimir, resistir, mover, los cuales suelen comenzar inmediatamente después del acto de la voluntad; en la medida en que por otro lado, nosotros tenemos el hábito de pasar por alto, olvidar engañosamente esa dualidad, gracias al concepto sintético "yo", ocurre que la volición se ha enganchado, además, toda una cadena de conclusiones erróneas, y por tanto, de valoraciones falsas de la voluntad misma, -de modo que el volente cree de buena fe que la volición basta para la acción[2].
Así entonces, si la voluntad como voluntad de poder (Wille zur Macht) -un conjunto de fuerzas en perpetua oscilación-, es objeto de una generalización injustificada y de un monismo malvado[3] que corrientemente olvida el propio acatamiento del agente en su ejercicio ¿qué queda, entonces, de su puesta en escena, la decisión coactiva? Según Nietzsche, sólo un engaño expreso, una conclusión errónea -enganchada a la falsa representación de la voluntad-, correspondiente al acto de ocultar la multiplicidad de las fuerzas volitivas a través de una determinada valoración interpretativa de sentido. Se trata de “capturar el mar llenando un balde”; seleccionar una ínfima parte de un todo orgánico -que es la voluntad- para justificar la suposición de que la volición basta para la acción. Un practical joke[4] que nos auto-infligimos. Una mentira.



El rito de la Justicia, con sus formas y solemnidades, se constituiría entonces en el complemento necesario para la decisión judicial. Su labor sería la de “puesta en escena” (miscè en scène) para perfeccionar el engaño de manera creíble, reactualizando los símbolos, que integrados al inconsciente, están relacionados con aquello que corresponde a cada uno por derecho. Signos de signos, implantados a favor de una ficción, tal como el autor de una novela rescata distintos trazos de la realidad para construir una obra: para pretender autoridad, un estrado alto, inalcanzable para el súbdito; para pretender seriedad, las corbatas inmaculadas; ecuanimidad, la balanza; y así, un abundante etcétera. Y por otra parte, fojas y fojas que culminan en el remate narrativo de la sentencia, punto cúlmine de la obra de arte política y económica que significa el procedimiento judicial. Una ficción elaborada para el propio bienestar, en resumidas cuentas, un arte social.
Ahora bien, para que una mentira sea creíble, debe ser buena. No basta que esté arropada de los símbolos más profundos. Las revoluciones pueden atestiguar en contra de ello. De la infinita posibilidad de interpretar el mundo, Nietzsche nos propone que hagamos de dicha interpretación un engrandecimiento, no una decadencia. Que mintamos bien. Para ello, nos alumbra con el siguiente fragmento póstumo,
Se miente bien cuando se ama, ante sí y a propósito de sí; uno se presenta a sí mismo transfigurado, más fuerte, más rico, más perfecto, es más perfecto… Aquí encontramos el arte como función orgánica: le encontramos inscrito sobre el angélico instinto de la vida; le encontramos como el mayor estimulante de la vida, -el arte tiene, por tanto, una finalidad sublime incluso en la mentira…Pero no nos engañaríamos si no nos ajustasemos [sic] a su fuerza para mentir: hace algo más que imaginar meramente, llega a desplazar los valores. Y no sólo desplaza el sentimiento de los valores… El que ama vale más, es más fuerte. […] El que ama se prodiga, se siente lo bastante rico para ello[5].
Luego, la decisión, en cuanto buena mentira, constituye un hermoso simulacro que estimula la vida y, por consiguiente, subvierte valores. En su estado más perfecto está dotado de tal belleza intrínseca, riqueza y fuerza que, por encima de todas las jerarquías, aun puede –y debe, en el caso de la decisión judicial- echar mano a reglas racionales moldeables: la argumentación. De ahí que le sea menester dotársele de la técnica necesaria para la producción artística, los elementos constitutivos de que la posterior obra de arte -que es la mentira- va estar hecha. El fruto de una susceptibilidad inventiva -ante sí y a propósito de sí-, que, en vez de ser mero ornato, manipula la reunión de todos los contrastes para alcanzar la más alta idea del poder, el poder sobre cosas contrapuestas. En fin, una estética omnipotente que se alza legisladora por sobre la moral e incluso sobre los dictados de la razón de los cuales echa mano.
En términos nitzscheanos, en esta conducta (el “mentir bien”) estriba la posibilidad de reconducir el nihilismo desde una postura reactiva a otra activa. Si, según Nietzshe, “se miente bien cuando se ama”, entonces, “se decide bien cuando se ama”. El llamado de Nietzsche, después de descubrir el velo que es la decisión, es la conquista del amor. La voluntad como (auto) engaño y la decisión como testimonio de su mentira, “posee, especialmente en el caso del artista y del enamorado, un carácter mágico, irracionalizable, porque en ellos está más viva la conciencia de que lo acontecido sólo puede ser relatado como un cuento –queremos decir: como interpretación, falseamiento al tiempo que desciframiento de unos signos mediante otros signos. No hay un único relato que narre la verdad de lo ocurrido, de los sentimientos. Pero el enamorado, como el poeta, sabe mentir bien cuando expresa sus vivencias como acontecimiento amoroso; pues eso le abre un generoso comercio con otro ser, con otra vida… Su interpretación es así la más estimulante”[6].


Es por ello que no hay razón para no extender este imperativo amoroso al jurista, sino que, por el contrario, debemos propugnarlo con fuerza. Esta espiritualización se traduciría, especialmente en el campo de lo jurídico, en el cese de las imposiciones violentas del Estado y, como contracara, en la ampliación de la faz más amable de la obediencia. Ello, que no significa la extirpación de poder alguno –decisión mediante-, matiza bastante esta orientación natural, convirtiendo el mero ejercicio de decidir en un verdadero acto de seducción. Ejercicio creativo, a la vez apremiante y terapéutico, en el cual la máxima de “dar a cada uno lo suyo” llena de vitalidad exorbitante los más diversos ámbitos, entre otros, el social y el político (idea que, por lo demás, abre de par en par las puertas a una Constitución Poética). Por otra parte, en lo que respecta estrictamente al campo de lo judicial -el ámbito más específicamente decisorio-, dicha espiritualización otorgaría un nuevo sentido al principio de inexcusabilidad. Éste, antes de constituir una cuestión procedimental o, a lo sumo, ideológica, se justificaría -tal como Jimena se lo expresa al Cid (Facedme buen rey, justicia./¡No me la queráis negar/Rey que no hace justicia,/non debiera reinar,/ni cabalgar a caballo/ni con reina folgar,/no comer pan a manteles,/ni menos armas tomar), en una imperiosa exigencia hacia del juez en cuanto protagonista amoroso de una verdadera revolución artística[7], y, por eso, de la mayor responsabilidad.
En conclusión, ya advertido el carácter de obra de ficción de las decisiones, especialmente aquellas adornadas con una misce en scène y dirigidas a la comunidad, los hombres de derecho deben avocarse a una evolución de su quehacer. Conforme a lo planteado, si se va a mentir inevitablemente por la naturaleza del oficio, que se haga convincentemente. Que el acto decisorio sea un evento artístico potente, en tanto en cuanto a la preparación estrictamente material y literaria; en tanto en cuanto del sentido amoroso de la existencia jovial. De esta manera, nos aseguraremos que las decisiones jurisdiccionales, administrativas, legislativas (y aún doctrinales) surjan como profundas y seductoras disposiciones normativas que propugnen la mayor paz social posible -aquella fundada en el sentido del amor-.
Una gran tarea para Ubermensch: una Justicia Amorosa, virtud que hace regalos.




[1] Si bien no es la meta de este trabajo preocuparse de ello, el conocimiento de su pensamiento de juventud es fundamental para comprender el desarrollo conceptual que desemboca en el Wille zur Macht. Existen muchas obras al respecto, y sólo de modo ejemplar cito a ESTEBAN, Juan Emilio: El joven Nietzsche. Política y Tragedia., Madrid, Biblioteca Nueva, 2004.
[2] Más Allá del Bien y del Mal, traducción Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza Editorial, 1980, pág. 39-40.
[3] Cfr. Za, págs. 132: ¡Malvadas llamo, y enemigas del hombre, a todas esas doctrinas de lo Uno y de lo Lleno y lo Inmóvil y lo Saciado y lo Imperecedero!
[4]El término anglosajón practical joke o gag dícese de un truco para hacer sentir a otro tonto o victimizado, usualmente con fines humorísticos. Se diferencia del chiste en que se trata de un hecho, generalmente actuado, en vez de historias orales o escritas.
[5] Fragmentos Póstumos, en la versión de Colli y Montgnari inscritos en el parágrafe 14 <120>. Recogido de BARRIOS, Manuel: La voluntad de poder como amor, Madrid, Arena Libros, 2006, pág. 86.
[6] BARRIOS, Manuel: pág. 89.
[7] Por supuesto, encuadrado dentro del ámbito propio de lo jurídico y sus fines especiales. Tal como un escultor está supeditado al material sobre el cual trabaja, los criterios normativos de juridicidad y demás que fundan una argumentación jurídica, derivada del modelo democrático, sirven de límites en la construcción de “una buena mentira”. En este sentido, ZAGREBELSKY, respecto a la interpretación judicial, señala que: “la cotidiana y viva interpretación de la ley la acerca a las siempre cambiantes exigencias reguladoras de la sociedad. Y esta interpretación evolutiva, que ningún legislador, desde Justiniano en adelante, ha sido capaz de impedir, ¿qué es sino la manifestación de esa imprescindible conexión entre lo que está establecido y la razón por la que está establecido, es decir, su presupuesto? Si no fuera así, la evolución interpretativa sería pura arbitrariedad” en ZAGREBELSKY et al.: La exigencia de justicia, Madrid, Trotta, 2006 pág. 36.

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